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lunes, 1 de agosto de 2011

El pequeño alien y la pescadería

Como esas historias que de repente cambian con un giro inesperado, mi vida ha sufrido transformaciones bruscas, radicales, que ni yo mismo podía imaginar. Algunas han sido francamente positivas y me han llevado por mejores derroteros, otras han sido catastróficas, pero en cualquier caso siempre he intentado aprovechar lo mejor de cada una de ellas. Desde dejarlo todo para ir a vivir a Estados Unidos, a abandonar el trabajo mejor pagado que he tenido para pasar varios años sabáticos, cada cambio siempre me ha producido un hormigueo que hacía equilibrios entre el placer de tomar una decisión con libertad, y el pánico de lanzarme a lo desconocido. Dejar la vida que tenía hasta el momento siempre ha sido un acto cargado de simbolismo; una sensación parecida a la que te produce el despedirte de alguien a quien sabes que ya nunca volverás a ver. ¿Te ha ocurrido eso alguna vez?
Mucha gente prefiere la progresión uniforme de una vida a la que poder echar una mirada, y ver una curva ascendente de logros. Honestamente, yo también lo prefiero, pero las circunstancias me han llevado siempre a un lugar inesperado.

Mi padre, que fue toda su vida pescadero y ese oficio era lo único que conocía, hizo grandes planes para mí con la intención de que siguiese sus pasos en cuanto acabara los estudios; por eso no me alentaba para que fuese a la universidad. Con absoluta convicción, él creía que hacerme pescadero era lo mejor para mí. Sin embargo yo, con sólo pensarlo, me echaba a temblar. Aborrecía ese trabajo que, de hecho, ya hacía con desgana viernes y sábados “para ir aprendiendo el oficio”. Ese era mi panorama a los once años. Tenía una vida ordinaria, suburbana, en una familia de clase media y de pocas aspiraciones. Mientras tanto, en los ratos libres y casi a escondidas porque contravenía esos planes paternos, componía canciones con el pequeño casiotone (que había comprado gracias al reducido sueldo con el que mi padre me quería estimular), o dibujaba las historias fantásticas que me inventaba en forma de comic. Eso me ayudaba a evadirme del futuro pavoroso e inevitable que me esperaba como pescadero. Para colmo era un chico retraído y con pocos amigos, así que aquellas actividades eran casi mi único entretenimiento, mi única huida. Llegué a meterme tanto en esos mundos que inventaba, que empecé a pensar en que yo no pertenecía al mundo “real”, en el que nada me resultaba afín. Imaginaba que en lugares lejanos, muy lejanos, existían mundos en los que sí me sentiría cómodo, en donde las cosas tendrían al fin sentido. Tanto era así que tuve rachas en las que, como en la película “El show de Truman”, pensaba que todo a mi alrededor era inventado, un gran engaño, y que mi familia y mi entorno lo componían actores encargados de hacerme creer una mentira. Otras veces soñaba con que alguna especie extra-terrestre captaría la anomalía de mi existencia entre los que me rodeaban por medio de algún tipo de onda mental, y vendrían a rescatarme, porque, quizás, la explicación a lo que sentía consistía en que yo era en realidad un pequeño alienígena, un E.T. que por circunstancias desconocidas había ido a parar allí. Por supuesto nada de esto era cierto, pero mi imaginación desbocada hacía que esa sensación prevaleciera con fuerza. Con los años he conocido a más gente que pasó por lo mismo en su temprana adolescencia. Saber que no he sido el único en tener esas sensaciones marcianas, me ha traído una extraña paz. La cuestión es que yo me resistía a abandonar mis sueños de convertirme en un músico profesional, o en un dibujante de comics de prestigio. Y es lógico. A nadie se le deben negar sus sueños, y menos cuando hace esfuerzos por conseguirlos.
A los dieciséis años me encontraba aún más atrapado. El problema es que había cometido el error de estudiar delineación (una profesión que en realidad no me gustaba), y deseaba dejarlo, pero no lo hacía porque sabía que entonces iría de cabeza a la pescadería por los siglos de los siglos. Así que continuaba estudiando algo que no me interesaba sólo para no hacer otra cosa que me desagradaba mucho más. Trabajar de delineante no era una perspectiva atractiva, pero la prefería a levantarme todos los días a las cuatro de la mañana para ir a comprar el pescado al mercado central, y luego estar vendiéndolo durante ocho horas en un pequeño puesto ante unas clientas siempre desconfiadas sobre la frescura del género. El pescado es muy desagradecido. No es como la fruta o la carne o el embutido. El pescado huele mal, está muy frío y se echa a perder enseguida. ¿Cómo podía gustarle a mi padre eso? No lo sé. Sin embargo le gustaba. Era su propio jefe y controlaba el negocio; preparaba estrategias de venta cambiando precios, y se sentía libre. Pero para mí esa vida, en vez de la libertad, representaba una especie de cadena perpetua.
Yo era un friki. Peor; un friki dentro de los frikis. Y por aquel entonces ser friki no era “cool”, como ahora. Sin embargo, en una época en la que no existía internet, a través de programas de radio y algunas revistas, conseguí ponerme en contacto con otros chicos y chicas a los que les gustaba contar historias fantásticas en sus comics, y edité un fanzine. Se llamaba “Imposible”, y era apenas ocho fotocopias grapadas con un par de historias, algunas ilustraciones y una declaración de intenciones llena de ilusión. Llegué a editar cinco números. También comencé a acudir a unas reuniones semanales de aficionados al comic en las que a veces aparecían dibujantes profesionales. Ver todo aquello me hacía asimilar que, efectivamente, existían otros mundos, otros futuros más atractivos que el de la pescadería.
Haciendo un gran esfuerzo, a los dieciocho años acabé los estudios con buenas notas, y conseguí enseguida mi primer trabajo (temporal) de delineante. No fue haciendo planos de edificios, ni de carreteras, sino que acabé en una central nuclear, y me tuve que desplazar hasta un pequeño pueblo de Guadalajara en donde la central se estaba construyendo. Allí, en unos barracones a pie de obra, dibujaba los trazados de los millones de tuberías que recorren ese gran monstruo, y aunque el trabajo no me gustaba, apareció ante mí un mundo imprevisto y ajeno a ese futuro marcado por la terrible pescadería. Creo que fue el primer gran giro inesperado, porque con lo que menos había contado era con independizarme tan pronto de mi familia. Vivía en un piso compartido con otros compañeros de trabajo, y ganaba mi sueldo. Por primera vez me sentía un poco dueño de mi vida y mis decisiones. Seguía dibujando comics arrancando tiempo de cualquier sitio, y pedí un crédito al banco a escondidas de mis padres para comprar un estupendo sintetizador (aunque ya no vivía con ellos, mi sueldo lo controlaban y se quedaban con una parte). Mi hermana pequeña fue mi cómplice escondiendo los recibos de los pagos a plazos cuando estos llegaban en el correo.
Por aquel entonces comenzaron a aparecer los primeros cortos de PIXAR. Cuando vi aquellas imágenes supe que yo quería contar mis historias a través de ellas, y llevado por una peculiar demencia, hice mis indagaciones y localicé las poquísimas empresas que se dedicaban a generar imágenes sintéticas (estábamos entonces a finales de los años ochenta). No tenía estudios universitarios, no sabía de ordenadores, pero de alguna forma que aún no consigo comprender, conseguí una entrevista en una de esas empresas, y gracias a mi portafolio, que unía el toque artístico del dibujo de los comics, con el toque técnico de la delineación, conseguí que me dejasen hacer prácticas como becario. La pescadería quedó entonces más lejos.
En esta empresa aprendí a utilizar una máquina muy cara llamada Paintbox, que era nada menos que la precursora de lo que luego sería el Photoshop. Para resumir; tras mil peripecias, mucho esfuerzo, y un año trabajando gratis, un día memorable que dio un giro a mi vida (de nuevo), conseguí ser contratado al fin en el mundo de la imagen sintética, y no sólo pude decir adiós a la pescadería, sino a la delineación, que tan poco me gustaba. Mi padre quedó algo decepcionado, pero lo aceptó. Mi madre también se conformó, porque aunque a ella tampoco le hacía ilusión que fuese pescadero, sí que había soñado con verme como cajero de un banco (no en vano me hizo estudiar secretariado durante tres años como actividad extra-escolar). En realidad creo que ambos se quedaron algo desconcertados porque ni siquiera entendían qué trabajo era ése que yo hacía. Después vinieron más de estos cambios bruscos, como crear mi propia empresa, los años en Estados Unidos, o los años sabáticos, o dejar los comics y la música (mis dos grandes pasiones), para dedicarme a la escritura, o regresar a España y trabajar para Almodovar, Amenabar, Iñárritu, Roland Joffé, Milos Forman, o publicar mi primera novela ya con más de cuarenta años.
Muchos pensareis que no debería de presumir por haber tardado tanto en publicar la primera novela, pero yo pienso todo lo contrario. El conseguir algunos logros a partir de cierta edad tiene el mérito de las ilusiones que se crean o se mantienen a pesar de los años, de los sueños que nunca hay que abandonar, porque ya he aprendido bien que, esos sueños son los que pueden hacer que tu vida dé un nuevo giro y te enseñe un mundo que aún no conocías.
Creo que los dos personajes principales de mi novela “los tiempos del Oráculo”, tienen de mí esa parte que aún confía en lo inesperado, en esos giros que cambian por completo la vida, y como podréis imaginar, al escribir sus historias, no les he decepcionado.