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domingo, 1 de abril de 2012

Creo que no creo

El presente no es un artículo de opinión sino un relato de ficción; los planteamientos, situaciones y personajes son ficticios, y las opiniones de estos últimos no han de coincidir necesariamente con las de su autor.

Había salido a pasear por el centro de Madrid cuando me topé con la procesión. Sabía que estábamos en la Semana Sagrada, pero no me había parado a pensar que se cortarían al tráfico y prácticamente al público algunas de las calles más bulliciosas. Me enfadé. No soy creyente de la religión monólica ni de ninguna otra, y no dejo de preguntarme por qué los ateos, que no vamos por ahí proclamando la inexistencia de las deidades, tenemos que aguantar en la vía pública estas manifestaciones, que además, aunque sólo sea por el dispositivo que requieren, ya implican un gasto que sale de nuestros impuestos. Viendo la procesión pensaba que, a efectos logísticos, en una ciudad quienes adoran a un dios son en muchos aspectos como quienes tienen perro. Yo, que no lo tengo, pago de mis tributos las papeleras con bolsas para recoger las cacas de perro, los servicios de limpieza que lavan el orín de las calles, las zonas habilitadas en los parques... Y a pesar de eso a menudo me tropiezo en la calle con un zurullo que, si me descuido, puedo acabar pisando. Que conste que me parece estupendo tener perro, pero que lo pague cada dueño con un impuesto especial. Pues con las religiones es lo mismo, aunque no profeses ninguna te las tienes que tragar. Ahí estaba yo, sin perro y sin fe, paseando tranquilamente, cuando tropecé con el enorme zurullo de la procesión. Nunca mejor dicho porque como todos sabemos la religión del dios-mono, que impera en occidente, está basada en las heces.

Al tener una infancia franquista estuve obligado a estudiar La Tirria, y con los demás niños de mi edad di las pertinentes clases de patetismo antes de recibir mi primera defecación a los diez años. Sí, yo que no entendía eso del dios-mono por más que me lo explicaban, ni me interesaba, tuve que pasar por el trance de recibir excrementos en mi cuerpo desnudo de cintura para arriba. Aquello era un acto de alegría, algo que me acercaba a lo divino, y así lo tomaban todos a mi alrededor, pero para mí fue una humillación de la que no pude escapar. A día de hoy me pregunto por qué se permite utilizar así a los niños y no se prohíben las ceremonias religiosas con menores. La libertad de culto, para ser un hecho, tiene que producirse en la edad adulta, todo lo demás es adoctrinamiento y manipulación de menores indefensos. Y sin embargo, hasta se sigue oficiando la Santa Meada en los bebés recién nacidos... Entiendo que en todo esto hay un arraigo, una tradición, pero como excusa no sirve; la pena de muerte también tuvo mucho arraigo durante siglos y siglos, ¡hasta se hacía un espectáculo de las ejecuciones!, y hoy nadie discute su bestialidad. En conclusión: libertad de credo, sí, toda y para todos, pero adulta y privada, no en los espacios públicos.

Antes de mi primera defecación, en las clases de patetismo tuve que aprender los fundamentos de la religión monólica. Ya sabemos que la base escatológica de la religión es muy profunda. Como bien define el diccionario, escatología es la parte de la teología que estudia las últimas cosas, es decir, el destino final del hombre y el universo. También aprendí lo de la virgen a la que el sagrado cuervo distrajo con un graznido y eso le hizo caer en un charco de mierda. La mierda del dios-mono que la dejó embarazada sin que hubiese fornicación de por medio. De ella nació el hombre-mono que hizo infinidad de milagros toda su vida, bla, bla, bla, y como ya sabemos murió por todos nosotros ahogado en sus propias heces.
Defecar es pues un acto santo que representa el resultado y la consecuencia final, y el símbolo receptor sagrado, el orinal, preside las salas de cada una de las instituciones religiosas, incluidos los colegios monólicos subvencionados por el estado, y ahí sigue esa polémica para retirar los orinales de las aulas.
Hay algo más que me parece interesante comentar: la historia de esta religión. A pesar de su rigidez y supuesta pureza, no es más que una secta surgida de una religión anterior y aún existente: la moniótica. Ésta profetizaba entre otras cosas la llegada del hombre-mono, pero cuando éste llegó no lo reconoció, por lo que hubo una escisión en dos religiones: la monólica que adora al hombre-mono y la moniótica que aún lo espera, pero hay una tercera religión que tampoco reconoce a este hombre-mono sino a otro posterior. Este lío sería hasta divertido si no fuera porque las tres religiones, a pesar de hablar de paz y amor, llevan muchos siglos perpetrando entre ellas las más cruentas guerras, y ocasionando muertes y dolor a lo largo y ancho del planeta aún hoy en día. A veces pienso que tanto las religiones como las guerras son restos prehistóricos del ser humano que siguen instaurados en nosotros, al igual que nuestro comportamiento tribal o la necesidad de seguir a líderes, aunque estos sean pésimos o dañinos. Por supuesto todos estos rasgos fueron muy útiles en su momento, allá cuando habitábamos las cavernas y el universo nos aterraba, pero ahora obstaculizan el progreso de la humanidad.

Como decía me tropecé con la mierda de la procesión. Sí, la mierda, la que quienes procesionan se untan por el cuerpo semidesnudo mientras pasean la enorme figura que representa al dios-mono en cuclillas defecando. Por si ese hedor no fuera suficiente, la comitiva orea a su paso una mezcla de hierbas y esencias quemadas cuyo humo imita con bastante fidelidad el olor del excremento.
Y sin embargo, cada vez que me cruzo con una procesión la observo fascinado como si fuese el desfile de un viejo circo, con sus antiguos andamiajes y contradicciones a cuestas, como por ejemplo el estandarte que cierra la marcha, con la imagen de San Darwin, ese científico que ni siquiera fue creyente, y al que los monólicos metieron en su saco y santificaron por “demostrar que el hombre procede del Dios Mono”. Y es entonces cuando miro al mono; en este caso una talla policromada del siglo XVII con incrustaciones y adornos en plata, y acuclillada sobre un orinal de oro macizo, el conjunto es, al parecer, una valiosa obra de arte. Hay tallas con el mono ya aliviado, pero esta capta el momento previo, aún no hay deposiciones en el orinal, y el dios aprieta con gesto estreñido. A menudo oigo esgrimir el argumento del valor del arte sacro, de lo que la religión ha hecho por la cultura, pero yo veo a monos con cara de apretar o a vírgenes extáticas chorreando caca, esculpidas o pintadas con un esmero ejemplar, y me pregunto cuáles habrían sido las auténticas maravillas que habrían creado esos artistas a lo largo de los siglos de no haber estado obligados a ceñirse a las mil versiones de monos, vírgenes, hombres-mono y demás. El poder de la religión monólica censuraba como sacrílega y castigaba cualquier otro tipo de manifestación artística, con la muerte si era necesario.

El dios-mono de niño ya me parecía muy marciano y nunca me ha inspirado la menor fe. Ahora se nos dice que hay que aceptarlo porque vivimos en una sociedad libre y democrática en la que se respeta a todo individuo por igual, independientemente de su edad, sexo, creencias, etc. Pero claro, yo soy ateo y mi fe (en este caso ausencia de fe) no molesta a nadie, salvo a quienes quieren convertirme a la suya. Por lo tanto debería de ser lo justo que quienes tienen una fe no molesten a los que profesan otras o a los que carecemos de ella. Y sin embargo, ahí tenía en medio de la calle a la procesión de mierda, con el gran sacerdote en cabeza junto a su esposa y sus hijos, ejerciendo una rancia y obsoleta imposición instaurada en lejanos tiempos más oscuros, y perpetuada e impuesta gracias a un poder nada libre ni democrático. Observé sus caras de orgullo, su gesto de suficiencia, de superioridad moral, y yo no dejaba de repetirme ¡pero si van delante de un mono cagando! ¿cómo pueden pensar que su verdad es mejor que la mía o la de cualquier otro? Pero para gustos los colores... Y sin embargo no es así. Por ejemplo, en esta sociedad supuestamente libre y democrática ser homosexual no debería de significar nada particular, pero (mala suerte) resulta que la religión monólica rechaza la homosexualidad, en particular la sodomía, y es que el santo ano sólo debe de usarse para defecar y no para otros menesteres. Y como resulta que soy homosexual, los monólicos implícitamente me censuran, me critican, me acusan de enfermo y de pervertido, sí, esos que van delante del mono cagón. En ese punto ya me siento doblemente ofendido, y enfadado. No sólo me tengo que tragar la mierda de la procesión, sino que tengo que aguantar el desprecio de quienes profesan esa fe y bajo el amparo de la “libertad de culto” propagan injurias contra mí y contra millones de personas como yo.
Regresé a casa frustrado y ofendido, y me preguntaba si realmente soy tan raro, si lo irracional y agresivo de esa religión sólo lo veo yo y unos pocos más. De pronto tuve una idea que me pareció brillante. Pensé que era imposible hacer ver a nadie que la mierda es sólo mierda, porque todos hemos sido adoctrinados desde la infancia de lo contrario pero, ¿qué ocurriría si extrapolase los símbolos, las imágenes, lo absurdo de esa fe a una religión inventada? Así fue como decidí describir en un relato una ucronía religiosa, es decir, una realidad alternativa en la que todo fuera igual a como es ahora salvo por la religión, que sería algo completamente disparatado, tan exagerado que la gente tendría que abrir los ojos y darse cuenta del absurdo. Pensé que en vez de algo tan infantil e inofensivo como la caca, en ese relato la religión utópica girase alrededor de algo mucho más oscuro y retorcido, como el dolor y la privación. Sí, podría hacer que su dios en vez de haber muerto sumergido en su propia mierda hubiese sido asesinado tras una larga tortura, y que en vez del orinal, en los templos y en las aulas hubiese como símbolo el instrumento de esa tortura, ahí, delante de los niños. Me parece muy exagerado, pero creo que podría funcionar. También podría hacer que los de las procesiones, en vez de untarse excrementos se martirizasen a sí mismos hasta hacer correr la sangre, y que la imagen del dios, en vez de defecando, lo representaran chorreando sangre y lleno de heridas en medio de la agonía de la tortura. Sé que es totalmente descabellado y muy exagerado, pero esa es la idea para que la gente abra los ojos. Podría inventarme que su dios hubiese salido de la tumba después de muerto y echado a caminar, con sus heridas mortales abiertas, como un zombie de toda la vida. Y como remate añadiría que en esa religión inventada la privación de los sentidos fuese impuesta en todos los ámbitos, hasta el punto de que el sexo representara algo tan negativo, que hasta los propios sacerdotes tendrían prohibidas las relaciones, y por supuesto no se les permitiría casarse ni tener hijos. Pero bueno, eso es una fantasía, una religión así sería imposible, sin sexo los sacerdotes (como cualquier persona) se volverían enfermos mentales, no sé, se me ocurre que harían barbaridades como abusar de los niños a los que adoctrinan, y eso ninguna sociedad lo permitiría, ni siquiera la más fanática. Sería una ucronía disparatada, absurda, pero quizás así se podría entender mejor mi mensaje. Sí, creo que así se entendería.